En uno de los pasajes más célebres de Una habitación propia (1929), la modernista Virginia Woolf invita a las mujeres que aspiran a la escritura profesional a dejar un tributo de flores sobre la lápida de Aphra Behn, como muestra de agradecimiento por haberles allanado el camino. A partir de entonces, la academia anglófona del siglo pasado desempolvó los tomos de Behn y poco a poco comenzó a dar renovada vida a su obra en los salones de clases, salas de conferencias, antologías literarias, revistas académicas y otras publicaciones especializadas.
El emperador de la Luna (1687), obra dramática ambientada en Nápoles, entonces dominio de la Corona española, presenta las cuitas domésticas de la familia del doctor Baliardo, un pseudocientífico de tendencias puritanas, quien sueña con emparentar a su hija Elaria y a su sobrina Bellemante con aristócratas de otros mundos. Sin embargo, ellas han entablado romances secretos con dos nobles españoles: don Cinthio y Charmante, quienes, en contubernio con los sirvientes, urden una artimaña para hacer creer a Baliardo que de verdad existe un imperio en la Luna, y que el emperador y su segundo al mando (que en realidad son ellos mismos) descenderán a la Tierra para tomar por consortes a su hija y sobrina. Esta intriga y otras confusiones en las que se involucran los personajes exploran el concepto de deceptio visus, el engaño al que la vista somete a la mente, potenciando así tanto la comedia como el subtexto filosófico de la trama.
Del prólogo de
Anaclara Castro Santana