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Quizás el pensamiento sea como un gato: como un gato de Schrödinger, que está a la vez vivo y muerto en su caja hasta que la abrimos y, mirando dentro, lo forzamos a estar o bien vivo o bien muerto, pero no ambas cosas a la vez. Algo parecido ocurre con las palabras de este libro: expresan ideas, sensaciones, pensamientos que están a la vez completos e incompletos, y que sólo adoptarán una forma u otra cuando el lector abra su caja dentro de sí mismo; si es que decide hacerlo, porque bien podría quedarse un paso antes de dar una interpretación a lo que lee, es decir, un paso antes de tomar una decisión sobre el significado de lo que lee.

 

Creo que esta indecisión respondería bien a la naturaleza de Las Ruedas de las Aves, donde se recogen las palabras que Emily Dickinson escribió aquí y allá en pedazos de papel, en sobres de cartas recibidas o sin enviar, en envolturas de chocolate y hasta en trozos desprendidos de papel tapiz; palabras que no alcanzaron a atildarse como para posar en la página en blanco; palabras inestables, indecisas, rodeadas de ruido, de posibilidades e imposibilidades. Por eso creo que no estaría mal leer este libro, siquiera la primera vez, sin tomar ninguna decisión, sin abrirle la caja al gato, dejando que sus palabras se oigan como si fueran las de “la chica de al lado”, llegadas de la habitación de junto a través de la rendija de una puerta apenas entreabierta.

 

Es sin duda así como la escucha el mismo Juan Carlos Calvillo en su traducción, que no es sólo rigurosa en cuanto a los criterios académicos sino que —más allá de eso— se deja mecer por el ronroneo de ese gato que está diciendo algo dentro de su caja.

Francisco Segovia

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